¿Les he contado alguna vez la historia de mi tío abuelo por parte de padre, Tsuruchi Honbu?
Mi tío abuelo era un samurai. De los de verdad. Quiero decir, que era un bravucón. Le gustaba alardear; se aseguraba de dejar claro a todo el mundo de que era el maldito mejor arquero en la historia del Imperio. No había problema que él no pudiera solucionar de un flechazo, aunque fuese a un li de distancia en una noche sin luna.
Se ganó el apodo de 'El Silenciador'. En batalla, si veía a un enemigo gritar, de inmediato le colocaba una flecha en la boca. Contaba, entre risas, que cuando la hueste enemiga lo divisaba, ordenaba a sus soldados que se comunicaran sólo por señas. No creo que fuese verdad, pero le gustaba contarlo; y a nosotros nos gustaba que nos lo contase. Era un bravucón, pero era nuestro bravucón.
A los samurais les gusta probarse, pero mi tío abuelo no conocía límites. Tenía una fértil, a la par que cruel, imaginación para idear toda clase de retos retorcidos e imposibles a los que someter su, según él, incontestable destreza en el manejo del arco. Y no sólo ponía su vida en peligro: arriesgaba la de los demás. Si alguien se negaba a tomar parte en uno de sus delirios, lo consideraba la mayor de las ofensas, puesto que implicaba una falta de confianza en sus habilidades; un desprecio hacia ellas, incluso. Nadie le contradecía durante mucho tiempo.
Una vez, obligó a mi abuelo, su hermano, a atar su pierna a medio metro de un poste, mientras encima de él pendía, también de una cuerda, un saco con cuarenta celemines de maíz. Mi tío abuelo aseguraba que era capaz de cortar la cuerda que sostenía el saco de un flechazo, y hacer lo mismo con la que tenía sujeto a mi abuelo, con tanta rapidez como para que a éste le diese tiempo de apartarse antes de que todo ese maíz le aplastara. Mi abuelo salió con bien de aquel lance, sólo habiendo de lamentar una torcedura de tobillo. Después de eso estuvo varios meses sin hablarle ni dejarle que se acercara; no quería verse de nuevo envuelto en las pesadillescas ocurrencias de su hermano.
Nuestro viejo bravucón encontró la horma de su sandalia una mañana de otoño. Soplaba un viento caprichoso y persistente. Mi tío abuelo estaba allí, de pie, en una frágil canoa que descendía a toda velocidad por un río de aguas furibundas. Ese río se cortaba en cascada más adelante. No una cascada cualquiera: una señora cascada, por la que ninguna persona en sus cabales se plantearía siquiera tirarse.
Esa era la idea de mi tío abuelo: cuando estuviese cayendo, un sirviente de casa soltaría un pichón de entre los matorrales, y él lo abatiría, derrotando al cambiante vendaval además en el proceso. No me cabe la menor duda de que se creía capaz.
Jamás pudimos comprobarlo. Mi tío abuelo no llegó a soltar su flecha: cayó a plomo en el profundo estanque de más abajo. Cuando rescataron su cuerpo ya exánime, no vieron heridas, ni apreciaron huesos rotos. Pensamos que la impresión de la caída fue demasiado para su vetusto corazón, que se detuvo como ensartado por uno de sus mortíferos proyectiles.
Aquel fue el último vuelo de la Avispa Honbu. Pero no lo recordamos con pesar. En todas las celebraciones familiares, las historias del tío Honbu tienen un lugar de honor en la sobremesa. Nos reímos una barbaridad con ellas, tal como a él le habría gustado que hiciésemos.
Mi tío abuelo era un samurai. De los de verdad.
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