Chikushudo. De nuevo. No era eso lo que esperábamos ver al traspasar la cascada de agua. Decepcionados, nos volvimos hacia el interior de la cueva tras la catarata. Allí, acomodamos al inconsciente monje que cargamos y le preguntamos al ishiken-do si sabe qué es lo que hay que hacer para volver. Lamentablemente está tan perdido como nosotros, por lo que solo nos queda esperar a que el monje se recupere y contar con que él pueda ayudarnos. Su respiración es tan débil y entrecortada…
Toku Buntaru y su criado salen fuera a recolectar una especie de fruta que encontró unos días atrás y que se está convirtiendo en nuestro sustento desde que, hace ya días, se acabaron las escasas provisiones que trajimos. No pensábamos que este viaje fuera a llevarnos tan lejos tanto tiempo… No se parecen a nada que conozcamos, así que las bautizó con el ingenioso nombre de “Tokupiña”. De momento no nos atrevemos a cazar animales en este reino… Mientras, yo me dedico a recoger ramas secas para encender una hoguera en el interior de la cueva; también algo de musgo y hojarasca para hacer algo más mullido el suelo donde reposa el monje.
El monje sigue inconsciente todo el día. Al llegar la noche hacemos guardias, esta vez de una sola persona, sin que nada extraño suceda. Por el día, Matsumoto vuelve a examinar al monje. Me acerco por si necesitara ayuda. Sus heridas, más allá de los moratones y la punción en la base de la nuca de la criatura mantis, no tienen mal aspecto y no parecen infectadas. Debe de tener una gran resistencia física a pesar de su ascetismo de monje.
Pero al poco rato, el monje abre los ojos. ¡Está consciente! Nos acercamos a él, con precaución. Nos pide agua, de la que tenemos en abundancia, afortunadamente. El ishiken-do le ayuda a incorporarse un poco y le pasa un cuenco con agua de la cascada. Al ver a tanta gente en torno suyo el monje nos pregunta por lo ocurrido, a lo que Matsumoto le hace un breve resumen para ponerlo en situación: que vinimos a buscarlo, que cruzamos sin saberlo al Chikushudo, lo rescatamos de un Gaki con forma de mantis humana, que acabamos con ese engendro y que volvimos a la cascada en un vano intento de regresar al Ningen-do. El monje a su vez nos explica que notó la presencia de ese Gaki y lo persiguió para intentar acabar con él. “¿Eso quiere decir que ese monstruo estuvo alguna vez en el Ningen-do, cerca del palacio Gisu?”, le pregunto. “Así es.”, me responde. Su oscura mirada es de una claridad que me traspasa… El monje dice que su viaje no ha terminado. Quiere seguir en busca de las respuestas de las visiones que tiene y que le llevaron a escribir, primero con musgo, los crípticos kanji en la pared de esta mismo cueva y luego, con su propia sangre, los que encontramos en la caverna donde estaba retenido. Se dirige a Matsumoto para pedirle que le permita continuar con su empresa, que no lo detenga en su camino. Es Shiba Nabutaro quien responde, ante la vacilación del ishiken-do. Él se ofrece a acompañarlo para terminar su tarea. Me sorprende cuán a la ligera el Shiba acepta la proposición del monje descuidando su giri como yojimbo para con su protegido Asako. El propio Matsumoto le dice que sus deberes le impiden darle una respuesta en el momento, que antes debe de consultarlo. El monje le pide que, sea como sea, que no lo descubra, que le deje seguir con su misión. Toku Buntaro, extrañado por la petición del monje, le dice que no lo entiende, que bastaría con ir a hablar al monasterio Asako de donde proviene y explicarles lo sucedido y sus visiones para que lo dejen marchar sin mayor problema. El monje niega con la cabeza “¿En que año estamos?”, pregunta. “En el 1120”, respondemos, un tanto desconcertados. “Si no me han dejado hacerlo en los últimos cien años dudo que ahora vayan a hacerlo.” “¿¡Cien años, decís!? Pero, ¿¡cuántos años tenéis!?” No sé exactamente quién es el que formula en voz alta la pregunta que a todos nos ronda en la cabeza. “Este cuerpo tiene doscientos diecisiete años.”, responde el monje con voz serena que contrasta con nuestro creciente asombro.
Tras comer un poco (tokupiñas es lo único que tenemos para ofrecerle), pide que le dejemos meditar. Así lo hacemos. Se dispone en posición de flor de loto y cierra los ojos. Pasan horas y sigue sin haber movido un solo músculo… a excepción de sus heridas, que parece que estén cerrándose a ojos vista. Tras horas, el monje abre los ojos y se pone en pie. Pero aún parece en el trance de la meditación. Comienza a caminar, sale de la cueva, hacia el bosque. Todos lo seguimos sin interrumpir su paso, que parece errático. Se para, examina el suelo y coge una piedra. Se incorpora y reanuda su marcha, en otra dirección esta vez; a los pocos minutos repite el proceso de pararse y escoger una piedra. Así hasta siete veces. Después vuelve sobre sus pasos y vuelve a entrar en la cueva tras la cascada. Todos lo seguimos, expectantes. Una vez en el interior, apila las piedras una sobre otra en un imposible equilibrio perfecto que hace que la torre no se desmorone. En este punto le pide al ishiken-do que se una a él en su trance, cosa a la que accede sin vacilación. Tras más de una larga hora de meditación, ambos despierta y con un breve ”vámonos a casa”, el monje recoge las piedras y se acerca a la entrada de la cueva. Las va arrojando una a una hacia el agua, invitándonos a pasar a continuación. Lo hacemos de uno en uno. Yo me quedo la última para vigilar la retaguardia. Veo que la visión de mis compañeros se vuelve borrosa hasta desaparecer cuando salen de la cueva. Por fin llega mi turno. Hemos vuelto.
Antes de emprender el regreso al castillo, Shiba Nabutaro le pide al monje que lo espere hasta el anochecer antes de marcharse. Antes de unirse a él en su búsqueda tiene que pedirle permiso a sus superiores y le pide ese tiempo para hacerlo. El monje asiente y se queda observándonos mientras partimos. Cuando nos acercamos al palacio un guardia en lo alto de la muralla nos da el alto y, con gesto de sorpresa al comprobar que somos nosotros, ordena abrirnos de inmediato las puertas de la muralla. Un pequeño destacamento se apresura a salir y nos pregunta dónde hemos estado estos siete días. Al ver que no regresábamos mandaron patrullas a buscarnos pero sin éxito. Tras dar vagas explicaciones finalmente entramos y vamos todos directamente a hablar con el daimyo, Asako Kagetsu, a rendir cuentas de nuestro extraño viaje. Mientras esperamos en una salita a que se presente la puerta fusuma de la estancia se descorre impetuosamente para revelar la poderosa figura de un samurai bushi. Un León. Mi padre. En señal de respeto todos nos inclinamos hasta tocar con la frente el suelo. “Akodo Ryuden-dono.” decimos en coro. “¡Hija! ¡Desaparecisteis … no sabíamos nada… !”. “La búsqueda que emprendimos duró un poco más de lo previsto. Siento haberos causado preocupación, Padre.” “Bien.” La tensión de su rostro pareció relajarse un tanto. “Hablaremos luego.” Tras lo cual, se marcha de la misma forma en que llegó. Al poco aparece Asako Kagetsu y es Matsumoto quien toma la palabra para narrarle todo lo acontecido. Todo, excepto que el monje se encuentra esperando al Shiba en la cascada… Tras el grueso de la explicación, los samuráis no Fénix somos dispensados de quedarnos para poder ir a asearnos y a ser atendidos por un sanador que mire nuestras heridas. Asako Matsumoto y su yojimbo siguen hablando con el daimyo…
En cuanto termino mi aseo, y tras el banquete en el que sin duda somo el centro de atención y de las habladurías, me reúno con mi padre. No omito nada en mi relato de todo lo que nos ha ocurrido en este extraño viaje entre reinos. Me escucha con atención. Parece complacido. Le pregunto por alguna novedad en la Corte. Me dice que sí, que hay avances en las negociaciones pero que ya me hará saber los detalles más adelante. Sin más, de despido de él deseándole buenas noches.
Al día siguiente nos enteramos de que el torneo de arco que se estaba organizando se había suspendido debido a la desaparición de la Tsuruchi, ya que todos esperaban que un miembro del clan de la Avispa participara en una competición tan hecha a su medida. Veo en los jardines al ishiken-do junto a su yojimbo. Deduzco que éste finalmente no ha partido junto con el monje…
Toku Buntaru y su criado salen fuera a recolectar una especie de fruta que encontró unos días atrás y que se está convirtiendo en nuestro sustento desde que, hace ya días, se acabaron las escasas provisiones que trajimos. No pensábamos que este viaje fuera a llevarnos tan lejos tanto tiempo… No se parecen a nada que conozcamos, así que las bautizó con el ingenioso nombre de “Tokupiña”. De momento no nos atrevemos a cazar animales en este reino… Mientras, yo me dedico a recoger ramas secas para encender una hoguera en el interior de la cueva; también algo de musgo y hojarasca para hacer algo más mullido el suelo donde reposa el monje.
El monje sigue inconsciente todo el día. Al llegar la noche hacemos guardias, esta vez de una sola persona, sin que nada extraño suceda. Por el día, Matsumoto vuelve a examinar al monje. Me acerco por si necesitara ayuda. Sus heridas, más allá de los moratones y la punción en la base de la nuca de la criatura mantis, no tienen mal aspecto y no parecen infectadas. Debe de tener una gran resistencia física a pesar de su ascetismo de monje.
Pero al poco rato, el monje abre los ojos. ¡Está consciente! Nos acercamos a él, con precaución. Nos pide agua, de la que tenemos en abundancia, afortunadamente. El ishiken-do le ayuda a incorporarse un poco y le pasa un cuenco con agua de la cascada. Al ver a tanta gente en torno suyo el monje nos pregunta por lo ocurrido, a lo que Matsumoto le hace un breve resumen para ponerlo en situación: que vinimos a buscarlo, que cruzamos sin saberlo al Chikushudo, lo rescatamos de un Gaki con forma de mantis humana, que acabamos con ese engendro y que volvimos a la cascada en un vano intento de regresar al Ningen-do. El monje a su vez nos explica que notó la presencia de ese Gaki y lo persiguió para intentar acabar con él. “¿Eso quiere decir que ese monstruo estuvo alguna vez en el Ningen-do, cerca del palacio Gisu?”, le pregunto. “Así es.”, me responde. Su oscura mirada es de una claridad que me traspasa… El monje dice que su viaje no ha terminado. Quiere seguir en busca de las respuestas de las visiones que tiene y que le llevaron a escribir, primero con musgo, los crípticos kanji en la pared de esta mismo cueva y luego, con su propia sangre, los que encontramos en la caverna donde estaba retenido. Se dirige a Matsumoto para pedirle que le permita continuar con su empresa, que no lo detenga en su camino. Es Shiba Nabutaro quien responde, ante la vacilación del ishiken-do. Él se ofrece a acompañarlo para terminar su tarea. Me sorprende cuán a la ligera el Shiba acepta la proposición del monje descuidando su giri como yojimbo para con su protegido Asako. El propio Matsumoto le dice que sus deberes le impiden darle una respuesta en el momento, que antes debe de consultarlo. El monje le pide que, sea como sea, que no lo descubra, que le deje seguir con su misión. Toku Buntaro, extrañado por la petición del monje, le dice que no lo entiende, que bastaría con ir a hablar al monasterio Asako de donde proviene y explicarles lo sucedido y sus visiones para que lo dejen marchar sin mayor problema. El monje niega con la cabeza “¿En que año estamos?”, pregunta. “En el 1120”, respondemos, un tanto desconcertados. “Si no me han dejado hacerlo en los últimos cien años dudo que ahora vayan a hacerlo.” “¿¡Cien años, decís!? Pero, ¿¡cuántos años tenéis!?” No sé exactamente quién es el que formula en voz alta la pregunta que a todos nos ronda en la cabeza. “Este cuerpo tiene doscientos diecisiete años.”, responde el monje con voz serena que contrasta con nuestro creciente asombro.
Tras comer un poco (tokupiñas es lo único que tenemos para ofrecerle), pide que le dejemos meditar. Así lo hacemos. Se dispone en posición de flor de loto y cierra los ojos. Pasan horas y sigue sin haber movido un solo músculo… a excepción de sus heridas, que parece que estén cerrándose a ojos vista. Tras horas, el monje abre los ojos y se pone en pie. Pero aún parece en el trance de la meditación. Comienza a caminar, sale de la cueva, hacia el bosque. Todos lo seguimos sin interrumpir su paso, que parece errático. Se para, examina el suelo y coge una piedra. Se incorpora y reanuda su marcha, en otra dirección esta vez; a los pocos minutos repite el proceso de pararse y escoger una piedra. Así hasta siete veces. Después vuelve sobre sus pasos y vuelve a entrar en la cueva tras la cascada. Todos lo seguimos, expectantes. Una vez en el interior, apila las piedras una sobre otra en un imposible equilibrio perfecto que hace que la torre no se desmorone. En este punto le pide al ishiken-do que se una a él en su trance, cosa a la que accede sin vacilación. Tras más de una larga hora de meditación, ambos despierta y con un breve ”vámonos a casa”, el monje recoge las piedras y se acerca a la entrada de la cueva. Las va arrojando una a una hacia el agua, invitándonos a pasar a continuación. Lo hacemos de uno en uno. Yo me quedo la última para vigilar la retaguardia. Veo que la visión de mis compañeros se vuelve borrosa hasta desaparecer cuando salen de la cueva. Por fin llega mi turno. Hemos vuelto.
Antes de emprender el regreso al castillo, Shiba Nabutaro le pide al monje que lo espere hasta el anochecer antes de marcharse. Antes de unirse a él en su búsqueda tiene que pedirle permiso a sus superiores y le pide ese tiempo para hacerlo. El monje asiente y se queda observándonos mientras partimos. Cuando nos acercamos al palacio un guardia en lo alto de la muralla nos da el alto y, con gesto de sorpresa al comprobar que somos nosotros, ordena abrirnos de inmediato las puertas de la muralla. Un pequeño destacamento se apresura a salir y nos pregunta dónde hemos estado estos siete días. Al ver que no regresábamos mandaron patrullas a buscarnos pero sin éxito. Tras dar vagas explicaciones finalmente entramos y vamos todos directamente a hablar con el daimyo, Asako Kagetsu, a rendir cuentas de nuestro extraño viaje. Mientras esperamos en una salita a que se presente la puerta fusuma de la estancia se descorre impetuosamente para revelar la poderosa figura de un samurai bushi. Un León. Mi padre. En señal de respeto todos nos inclinamos hasta tocar con la frente el suelo. “Akodo Ryuden-dono.” decimos en coro. “¡Hija! ¡Desaparecisteis … no sabíamos nada… !”. “La búsqueda que emprendimos duró un poco más de lo previsto. Siento haberos causado preocupación, Padre.” “Bien.” La tensión de su rostro pareció relajarse un tanto. “Hablaremos luego.” Tras lo cual, se marcha de la misma forma en que llegó. Al poco aparece Asako Kagetsu y es Matsumoto quien toma la palabra para narrarle todo lo acontecido. Todo, excepto que el monje se encuentra esperando al Shiba en la cascada… Tras el grueso de la explicación, los samuráis no Fénix somos dispensados de quedarnos para poder ir a asearnos y a ser atendidos por un sanador que mire nuestras heridas. Asako Matsumoto y su yojimbo siguen hablando con el daimyo…
En cuanto termino mi aseo, y tras el banquete en el que sin duda somo el centro de atención y de las habladurías, me reúno con mi padre. No omito nada en mi relato de todo lo que nos ha ocurrido en este extraño viaje entre reinos. Me escucha con atención. Parece complacido. Le pregunto por alguna novedad en la Corte. Me dice que sí, que hay avances en las negociaciones pero que ya me hará saber los detalles más adelante. Sin más, de despido de él deseándole buenas noches.
Al día siguiente nos enteramos de que el torneo de arco que se estaba organizando se había suspendido debido a la desaparición de la Tsuruchi, ya que todos esperaban que un miembro del clan de la Avispa participara en una competición tan hecha a su medida. Veo en los jardines al ishiken-do junto a su yojimbo. Deduzco que éste finalmente no ha partido junto con el monje…
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